martes, 22 de abril de 2008

Tomás, man?

Les voy a confesar algo: no suelo comentarlo mucho, tal vez porque no soy de esas que dicen "no me importa lo que dicen los demás", porque sí me importa, o, aunque lo pienso, no me importa, pero ultimamente las vocecitas depredatodo me hinchan un poco las pelotas.
Esto es lo que tengo que confesarles: resulta que un mediodía x, estaba tomando un café en el Museo de Arte Decorativo, mirando la belleza del paisaje, de la fuente y también la del mozo (al que no quiero desvestir para nada, simplemente, como diría Gracielita Borges, es "una caricia al alma"). Sonaba Françoise Hardy y ahí, completamente sola, sentada, con un librito y siendo testigo de la paz que proporciona la belleza del ambiente me dije: esta es la felicidad para mí.
Ustedes dirán, tanto espamento por esa soberana pelotudez? Si, como no. Porque el tema es que tengo 29 añitos, a fin de año cumplo 30 y estoy lejos de los 104, como nuestro venerado magiclick. Y cuando estás al borde de los 30, las perspectivas de felicidad suelen ser otras. Si sos una Susanita, la felicidad sería estar casada, tener un hijito y un labrador. Si no lo sos, la felicidad sería sexo, droga, rockanrol, mil amantes, fiestas, alcohol, despertarte en cualquier lado, no espantarte del lugar en el que te despiertes y etc. ¿Pero mi felicidad? ¿Qué hay de mi felicidad? Me gusta pensar que mi felicidad es la felicidad de un existencialista alemán moribundo. Y por esas (no) casualidades de la vida, compré un librito en oferta para que me acompañe durante los mediodías de belleza: La muerte en Venecia, de Thomas Mann.
En estos temas, entran a jugar de verdad las casualidades. Como es de público conocimiento, el humo azotó fuerte a nuestra querida ciudad, haciendo de su nombre una broma de mal gusto. Y mientras tapaba mi naricita las páginas me llevaban a otro clima, algo distinto, pero de igual malestar: el pobre Ascenbach se sentía enfermo por el calor, por la pesadez del clima que cubria a Venecia y por la fumigación a causa de una epidemia escondida. La lectura de esas hojas parecían la confirmación de la comparación que sostengo: el viejo, desde su inmortalidad, parecía guiñarme un ojo, para luego decirme "que digan lo que quieran de tu felicidad, confiá en mí que soy Premio Nobel".
Así comencé a aventurarme un poco más en mi artificio avalado por los grandes. Me dediqué a abstraerme y a contemplar, que, después de todo, no está del todo mal. Con una responsabilidad digna de Ascenbach, pero sin los logros todavía, intento escribir cada vez mejor (aunque con este texto, amigos míos, me estoy tomando una grotesca licencia), y es a veces la escritura lo que me abstrae de eso que todos llamamos vida, aunque también, paradójicamente, me la salva.
Pero a la vez, poseo esos pequeños arranques en que quiero salir del claustro y aventurarme a lo que fuere, aunque en ocasiones acoplarme a un plan de sábado a la noche cueste más que trasladarse a Venecia. Sin demasiadas expectativas, lo hice: una reunión que no prometía mucho, y aunque tampoco cumplió demasiado, fue suficiente. Lo fue porque el porro, ese otro artificio de paz que predispone los ojos a un mundo más bello, me ayudó a admirar un paisaje no del todo admirable y lo fue también, porque ese paisaje albergaba una pequeña porción para el efebo de un sábado. Así como un viejo Ascenbach comenzó a admirar en silencio a ese joven de 14 años llamado Tadzio, yo veneré por un instante a ese contemporaneo llamado Lucio. Tal vez por la dichosa combinación entre la i y la o, o porque Lucio o Tadzio suena parecido, o tan sólo porque me emociona pensar que todavía queda una gota de sangre en mis delgadas venas, me quedé, así como Asenbach se quedó en Venecia, gracias a un silencioso Tadzio.
No es que haya pasado mucho más, después de todo, como ya dije, mi felicidad, ultimamente, es muy contemplativa. Pero a diferencia del libro, Lucio y yo violamos el silencio estricto que genera tanta poesía para intercambiar un par de palabras. Ninguna de ellas denotaba el deseo de abordar a alguien ni mucho menos. Y eso, para la contemplación, era suficiente. Fue después, en un auto que compartimos cuando él me hizo un par de preguntas irrelevantes: ¿Sos amiga de X o de Y? De X, dije. ¿Desde hace mucho? Desde la facultad, contesté. Y luego de las palabras, gestos torpes que tal vez lo hacían cómplice de una aventura que en teoría debería ser previa, pero que para mí constaba de mucho valor en sí misma: por verdadera o falsa torpeza, nos saludamos cinco veces. Pensé en que si te dan cinco besos para decirte "chau", lo que en verdad quieren decirte es "hola".
Pero al margen, otro gesto: cuando en la reunión el alcohol comenzaba a escasear, Lucio vertió en un vaso el poco vino que todavía quedaba. Sin pensarlo me lo extendió para después preguntar: ¿tomás? Yo comencé a observarlo, rescataba el poco vino que quedaba como quien rescata el último ápice de belleza entre la devastación, el humo, la incomodidad, la furia citadina o lo que fuere. Y luego de rescatarla, me la ofrece. Al esbozar una sonrisa, extendí esa mano que correspondía a un sí y al beber pensaba en un estúpido chiste que comenzaba a sonar silencioso en mi cabeza: tomás... tomás, man?

(Proxima lectura disparadora, si la fiaca no gana la pulseada: Hanif Kureishi)

1 comentario:

Jirafas dijo...

menos mal que volvieron
ya estaba re podrido de sostener esto con dialogo boludos...

por ambos regresos, salú

besos

fede