martes, 3 de febrero de 2009

Kalita

para Siesta*

Levantarme no resultó una tarea sencilla. Me dolía bastante la cara y parte del cuerpo y durante varios segundos escupí sangre. Al fin conseguí caminar hacia donde estaban atendiendo a Malala, justo en el medio del círculo que formaban las casas, a un costado del espacio reservado para el fogón. El ojo donde había recibido el impacto estaba negro y, supuse, en breve lo tendría del tamaño del dolor que me causaba verla ahí, tan indefensa, inscripta en un silencio de violencia y polvo pero emplazada en una superstición vertiginosa que recaería sobre mí. Por suerte se repuso en poco tiempo, apartó a la gente que la rodeaba y cuando me tuvo enfrente, dijo: veo que estás vivo, mejor; no sé si hubiese soportado que alguien te confundiera con Virgilio, incluso si esa confusión era para matarlo. Luego recibí su última caricia y la vi alejarse hacia el interior de la casa de Pancho González. Entonces pude comprender lo sucedido, la ayuda en el desayuno, el intento de entregarme su cuerpo, la lucha contra Coyote: nada era por mí; todo era por Virgilio, para darle a entender a todo el mundo que la búsqueda no había finalizado, que de nuevo el azar era el que me interponía entre dos destinos y que todo era tan patético que hasta en la pobreza más extrema y en el mundo más alucinógeno lo que motivaba a los cuerpos era el deseo de amor. Me odié por ser parte de eso y más me odio por tener que contarlo ahora. En ese momento sólo deseaba regresar junto a los monstruitos, vivir noches enteras de carnaval con viento Pampero y tomar Whiscolet hasta el hartazgo. Pero mi presente era otro, y había que continuar.
Pasó la mañana y llegó la hora del almuerzo. Nadie me hizo de comer, y eso que tenía bastante hambre. Dejé mi asiento que estaba junto al círculo del fogón y fui a golpear a las puertas de cada una de las casas. Esa idea no fue muy fructífera: en el momento en que descubrían que era yo, la cerraban sin siquiera decirme hola. Hasta Pancho González, que me atendió en algo parecido a calzoncillos, no me dejó entrar. Me resigné a pasar hambre, insolarme y, tal vez, si tenía suerte, morir de sed en el mismo banquito en el que me había sentado por la mañana, junto al fogón. Nunca supe cómo, pero cuando el sol había alcanzado su punto más alto, me quedé dormido. Comencé a soñar con Malala, también con Azucena y con Justina, la mujer de la boca torcida. Las tres se colocaban en fila y empezaban a darme de comer diferentes platos, desde bife de lomo con papas fritas hasta panchos con distintos tipos de salsa. Venía una y me daba algo y luego seguía la otra y me ofrecía un poco más de un nuevo plato. Yo comía todo como un flor de hijo de puta lleno de felicidad. En un momento dejaron de darme de comer y comenzaron a traerme botellitas de agua, que yo vaciaba de un trago. Pero cuando las tres comenzaron a desnudarse para, según me dijeron a coro, darme el postre, me despertó un golpe en la cabeza. Alguien me había arrojado una botella de plástico de dos litros de Coca Cola, un tanto percutida y sin la etiqueta de la marca. Desde luego, el líquido no era Coca, sino agua un tanto turbia, seguramente del Riachuelo. No me importó morir ni intoxicarme ni nada; destapé la botella y bebí todo el contenido reproduciendo la voracidad del sueño. Después volví a dormirme, sentado en el mismo banquito. Al atardecer, me desperté por el ruido de los Orangutanes que comenzaban a salir de las casas. El sol había perdido intensidad, pero en mi cara aún quedaban las huellas del mediodía. Vi a un grupo de hombres escuchar con atención a Coyote, a Malala caminar del brazo de Pancho González en dirección al muro con Buenos Aires y a otras mujeres que iban y venían en busca de leña para el fogón de la noche. Cada tanto alguna me sonreía y yo me entusiasmaba, pero ahí terminaba el coqueteo. Ninguna llegaba a hablarme y yo tampoco tenía ganas de interrumpirlas en su trabajo. Después de todo, lo último que necesitaba mi cuerpo era que me encajasen la tarea de ir a buscar leña. Al fin se hizo de noche y comenzaron los preparativos para el fogón. Un rato antes habían encendido antorchas alrededor de todo el asentamiento, aunque para mí podría haberse evitado: la luna llena y el cielo repleto de estrellas ofrecían el cóctel necesario de violencia y pasión para afrontar el reflorecer de la cultura. A todo esto, yo continuaba sobre mi banquito, un tanto dañado, pero alegre de ver un poco de movimiento en ese lugar. Y mientras un par de mujeres nos provocaban grandes carcajadas cuando comenzaron a correr para pegarle a uno de los hombres porque, según decían, les había pinchado el culo con una rama, Coyote, con mucha amabilidad, se me acercó para decirme que si por favor podía correrme y, ya que estaba, devolverle su banquito, que en unos minutos empezaba la fiesta y para eso aún tenía que practicar con su guitarra. Así fue como después de horas dejé el banquito. Me dolía el culo, un poco las piernas y podía decirse que el pantalón era mi nueva piel. Caminé hacia un costado y me acerqué a una de las mujeres, que llevaba puesto un vestido avejentado, pero que, de todos modos, resaltaba su figura perfecta. Fue la primera en hablarme, la única en verdad. Me pidió perdón en nombre de todo el pueblo, pero dijo que para seguir con ellos debía haber pasado por todo lo que pasé. También me dijo que había sido ella la de la botella de Coca Cola, pero que no esperaba que me golpease en la cabeza. Yo tampoco, le dije y ella sonrió. Después me contó de qué se trataban los preparativos para esa noche y cuando estábamos a un costado de las casas, observando las estrellas y la luna, vimos aparecer a Malala y a Pancho González, que impulsaban un carrito del que se desprendía un olor nauseabundo. Cuando se detuvieron junto a nosotros, Malala me dijo:
–Veo que estás en buena compañía. Kalita, conseguimos perros para varios días. Vamos a asar a la mitad y a la otra vamos a ahumarlos, ¿te parece?
–Sí, llévenlos para allá, que las chicas se encargan –dijo Kalita. Era la primera vez que oía su nombre y me pareció encantador. Malala y Pancho González fueron con el carrito de perros hacia el fogón. Nosotros permanecimos un poco más bajo las estrellas, donde cada tanto escuchábamos risas, gritos y los acordes desafinados de la guitarra de Coyote. Allí le conté sobre mi pasado en Buenos Aires, y que también era probable que a alguno de esos perros los hubiera cazado en alguna de las tantas noches en las que salíamos a saquear la ciudad. Pero además le dije que debían asegurarse una nueva fuente de alimento porque era muy probable que en Buenos Aires los perros estuvieran a punto de extinguirse.
–Ya lo sabemos, por eso mañana nos vamos para la tierra de los monstruitos.
–¿Están seguros? La batalla anterior la ganaron de pura suerte. Es más, la ganaron por mi culpa. No creo eso vuelva a suceder.
–Puede ser, pero no nos queda más remedio –dijo Kalita y se me quedó mirando con esos ojos oscurecidos por la noche pero que lograban reproducir el brillo de la luna. Me acerqué con suavidad, le acaricié la cara, le corrí el pelo y luego la besé, despacio, primero en los labios, hasta que, sentados sobre la tierra y dominados por el traqueteo del corazón, nos entregamos a convertirnos en pedazos de letras de una palabra irreproducible en esa parte del mundo. Al separarnos, ella me dijo: vamos, que tengo que ayudar con la comida; además, ya debe estar por empezar el último baile. Le dije que iba en un segundo, ella dijo “está bien”, y así me quedé solo, con la vista en el cielo y el deseo desesperado de un cigarrillo.
En Buenos Aires la cumbia se reducía a un recuerdo no muy tenido en cuenta o a alguna que otra conversación entre intelectuales snobs. Pero nadie la bailaba o disfrutaba porque esa era su herencia. Convertida en país, la ciudad casi se había despojado del ritmo, y todo sucedía en un ruido constante de autos atolondrados y gente de cabeza gacha con tos. Máquinas, sirenas, bocinas y gritos aburguesados formaban la música diaria del espacio popular. Un contrasentido, desde luego, que se sincronizaba en darle la espalda a todo el mundo para que nadie en el mundo se enterara de que allí, en Buenos Aires, todo lo novedoso sucedería cuando llegase el suicidio colectivo. Mientras tanto, la alegría había quedado en manos de los monstruitos y la música, encerrada en el cuerpo de los Orangutanes. Kalita, Malala y otra mujer repetían un pasito muy bien ensayado; el resto de las mujeres bailaban entre ellas, y la mayoría de los hombres formaban parte de la banda que intentaba mantener con vida el último espacio al cual el país, Buenos Aires, había expulsado el sabor de la música. Instrumentos precarios, una guitarra desafinada y voces que ayudaban a reproducir los sonidos faltantes para que, con cada movimiento, las caderas de aquellas mujeres se pudieran escapar y regresar a esos cuerpos embrujados. Por mi parte, me costaba no escapar de mis orígenes, y por eso tan sólo acompañaba la felicidad moviendo la pierna. Y machaqué el piso hasta que Kalita me vino a buscar para que bailase con ella. Y entre tironeos y besos, no me quedó más remedio que seguir a ese cuerpo de sintaxis arrebatada al delirio y ponerme a dar pasos vergonzosos, pasos de pésimo bailador que intentaban, con infinita dulzura, descollar la pista de baile, esa misma pista áspera que, plegada a una noche desquiciada, ocultaba, en el piso, en el baile, en la música, la amargura del porvenir.

*porque no sabemos cuándo será la próxima entrega, no podíamos dejar de dedicarle la que, tal vez, sea la última...