sábado, 30 de junio de 2007

Intersecciones

Conozco un chico que está pasando por un mal momento. Duerme poco, come mal y, por lo general, anda olvidándose de todas las cosas que unos meses atrás consideraba muy importantes. Uno lo ve caminar y piensa en el ir y venir de un zombie -lo cual da un poco de miedo, porque cuando uno le advierte de esos pasos empobrecidos, él mira con una cara extraña, donde sus ojitos se pierden en un mar de ojeras espeluznantes y, en vez de hablar, sólo reproduce una suspensión de horribles gemidos; por eso el miedo, porque ves a este chico y pensás que se te va a tirar encima a comerte el cerebro-. Pero lo que más llama la atención es que nada pareciera que fuese a revertir semejante proceso. Unos días atrás, para ver si podíamos sacarlo de ese estado, con unos amigos lo llevamos a una fiesta que organizaban otros amigos, conocidos y desconocidos de la facultad. Completamente confiados de que habría mujeres, alcohol, sustancias tóxicas varias y buena música, hicimos todo lo posible para arrastrarlo a ese lugar (una casa en Palermo viejo). Al principio, notamos de este chico una gran negación para seguir nuestros pasos por voluntad propia: ni bien bajamos del colectivo, comenzamos a caminar las pocas cuadras que nos separaban de la fiesta. Habíamos hecho unos pocos metros, cuando uno de nosotros notó que faltaba unos de los chicos ("éramos siete en el colectivo; ahora somos seis", dijo). Todos miramos hacia atrás al mismo tiempo y pudimos comprobar que este chico que está pasando por un mal momento miraba fijo el tronco de un árbol. Nos miramos, lo volvimos a mirar y luego nos miramos de nuevo hasta que al fin decicdí ir hacia donde él estaba para descubrir qué era lo que le fascinaba tanto. "Qué pasa, vamos", dije, y él me miró con su cara de zombie; pero cuando todo se predisponía para que largara uno de sus ya clásicos gemidos, el chico que está pasando por un mal momento me dijo, "al lado de este árbol, ¿entendés?, el comienzo fue al lado de este árbol", y una lágrima escasa para tanto dolor se aporximó de su ojo derecho y surcó todo su rostro hasta que, al fin, estalló sobre una hoja caída del árbol que el chico que está pasando por un mal momento miraba fijo. Enseguida llegó el resto y se dieron cuenta de lo que sucedía. Uno lo agarró de un brazo, otro del otro, y así lo fuimos llevando hasta la fiesta -aunque también todos nos mirábamos con cierta consternación y con una casi certeza de que nuestro plan para sacar al chico que está pasando por un mal momento de ese mal momento por el que está pasando, había fracasado-. Cuando llegamos a la fiesta, había todo lo que suponíamos -incluso más-, pero también había aparecido en todos nosotros un gran remordimiento que nos provocaba forzar las sonrisas, tomar bebida sin quererlo y mirar sin ver todos los cuerpos que se atravesaban delante nuestro. Finalmente, poco a poco, nuestros propios cuerpos se fueron alejando del aislamiento y así fue como hicimos de la fiesta la ciudad de nadie, ese preciso lugar despavorido donde se situaba el altar de nuestra extremaunción. Hubo un instante en donde ya ninguno recordaba la presencia de ese chico que está pasando por un mal momento. Todos nos habíamos embarcado en la imposibilidad del reposo con perfectas muecas impacientes llenas de deseo. Pero cuando intercedía para combatir el esbozo tímido de un beso, noté que, tras la chica, a lo lejos, sentado en un sillón, estaba él, con su mal momento a cuestas y con sus ojitos dilucidando algún retrato fugaz que se reproducía en el techo de la habitación. Una fisura partió mi poema, hice a la chica a un lado y fui hasta donde él estaba. "Disculpá, no tendríamos que haberte obligado a salir", dije. "Está bien, no pasa nada", dijo. "Vamos, te llevo a tu casa", dije. "No, está bien, en un rato pensaba irme solo", dijo y me miró directo a los ojos, tanto que sus propios ojos hicieron de espejo para mi rostro y permanecimos así por un tiempo, sin decir nada, sin movernos, contemplando nuestras sombras en nuestros ojos. "¿Estás seguro?", dije cuando llegué al punto de asustarme de lo que veía de mí mientras él me miraba. "No me queda más remedio", dijo. "Está bien", dije. "Nunca voy a poder entender una cosa, estas sobras, estos restos; no sé, es demasiado intenso y demasiado estúpido este dolor". No dijo nada más, se levantó del sillón y se fue de la fiesta. Por unos segundos permanecí de pie hasta que luego decidí sentarme en el sillón que el chico que está pasando por un mal momento había dejado vacío. En busca de mi propio consuelo, miré hacia el techo del mismo modo en que él lo había hecho antes. No había nada, sólo mi imagen sobre su propia imaginación. Luego volví a mirar al techo y después oí la voz de un amigo que me decía "disculpá, no tendríamos que haberte obligado a salir". "Está bien, no pasa nada", dije; nada.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

está muy bien ese final. a veces se nos hace difícil vernos, hasta que nos vemos.

Anónimo dijo...

Esta version de las ruinas circulares aggiornadas a un presente mucho mas cotidiano y por ende mas natural y repreentativo no puede ser menos que brillante.

mis respetos.

Anónimo dijo...

Me encantó este texto, realmente me encantó. Me da un poco de tristeza, pero igual me encanta.