martes, 26 de enero de 2010

Un chino en Laferrere

Hacía tiempo que no iba al Malba y mucho más que no pisaba un museo. Soy de los que se aburren ahí, y si me apuran diría que sólo me entusiasma la idea de visitar, en algún momento, un par de lugares para ver cosas muy precisas (el museo Escher, por ejemplo, o el Prado aunque exclusivamente para ver Las Meninas). Pero ni siquiera esa posibilidad me quita el sueño. Entiendo al museo como un lugar que tiende a la sacralidad, la adoración y el caretismo. Gente de acá para allá más perdida que un chino en Laferrere. Así y todo, en ese caminar estúpido, te encontrás con algo que, ya desde lejos, te llama la atención y cuando estás al lado, no deja de sopapearte en la cara. Como una madre harta, una novia despechada o un amigo al que te le desmayaste en los brazos sin ninguna razón más que un par de pitadas a un faso. Me pasó y pasa con Berni, y me pasó también el sábado con esto:



Pero incluso esa cara enorme que me impulsó por un momento a convertirme en uno de los tipos más buscados por el FBI no terminaba de conformarme. Nunca fui muy hiperactivo, aunque de todos modos con los años fui perfeccionando un, para muchos, defecto, aunque para mí algo contra lo que no puedo luchar: tocar las cosas. Fue así que a lo largo de mi vida rompí de todo: microscopios de miles de dólares, vasos, cuadros, copas, vasijas, ventanales y hasta un monstruito que Berni le había regalado a mi viejo alguna vez. También puse en funcionamiento muchas cosas que jamás deberían haberse puesto en funcionamiento. De esa manera, arruiné ensayos y meses de investigación de mi vieja, máquinas de mi viejo, computadoras e incluso llegué a causar el incendio de un motor en una quinta por haber encendido no sé qué cosa al mismo tiempo que se había encendido no me acuerdo qué. Supongo que si alguna vez estoy frente a un botón para lanzar una bomba atómica, lo haría sin problemas. Sé que es medio boludo, pero es más fuerte que yo. Tocar, presionar y, si se da, llegar a romper lo que está al alcance de mis manos. Creo que ese es uno de los motivos por el cual me aburro tanto en los museos: nada se puede tocar, nada debería destruirse, y, de hacerlo, te convertís en un salvaje, un hijo de puta que atenta contra la humanidad. Algo así le paso al pobre califa Umar ibn al-Jattab, más allá de que a la biblioteca la venían haciendo mierda desde hacía cientos de años. En fin, todo lo anterior para decir que a la salida del Malba encontré una hoja tipo las de cuaderno Rivadavia cosido, escrita con birome azul, y que decía lo siguiente:

Se necesita un cambio radical en el arte. Es más, es necesario olvidarse del concepto de arte, o aborrecerlo, eso, sí, aborrecerlo, y entonces empezar a pensar en su destrucción. Olvidarnos de la belleza, y en caso de que no podamos, si todavía llegáramos a necesitar de ella, que esa necesidad sea pura y exclusivamente para destruir con mayor placer a la obra. Hacer para destruir y destruir para volver a hacer. Lo efímero nos proporcionaría una chance única: acabar con los museos, con los cultos, con las adoraciones estúpidas, con el mercado y la distinción. Hay que volver a ser amateurs. El arte llegó a convertirse en algo aborrecible porque lo social es aborrecible. Pero como no podemos, aún, acabar con lo social –ese componente tan demodé a esta altura de la existencia de la Tierra–, acabemos con el arte, destruyámoslo, hagámoslo mierda, una y otra vez, ante cada nueva obra de arte para que definitivamente la recepción se convierta en eso: la manifestación de la destrucción, que no es otra cosa que la creación. Pura y simple creación. La historia de la humanidad no es la historia del arte. La historia de la humanidad es un relato de la destrucción. Pretender que el arte escape a esa historia es un absurdo. Lo perdurable funciona como una estúpida redención, algo así como si te dejara tu novia y vos siguieras visitando a tus suegros para demostrarles que tu ex nunca va a encontrar a alguien mejor que vos. Las obras de arte deben existir 30 segundos, y eso incluso es mucho. Y deben ser hechas por cualquiera, en una oficina, en un baño público, en la triple frontera. Sí, se necesita un cambio radical en el arte, en donde las obras se amontonen en las calles, en las veredas, en los telos, en las plazas para que entonces las pisen, las caguen los pájaros y las ratas, las meen los perros y los gatos, le acaben o le tiren los forros usados encima y los mendigos las puedan usar tanto para taparse y vestirse como para limpiarse el culo. Este cambio es urgente y lo puede empezar cualquiera en cualquier lugar, incluso vos, acá.

 Rubia te amo

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2 comentarios:

Anónimo dijo...

WTF?

Anónimo dijo...

no seas así, fueron más de 2 pitadas, estaba resfriadito y había tomado vino. Muy parecido el chabón de la foto, sólo que con más cara de hombre.
Cada día escribís mejor conchaetumadre.