lunes, 2 de abril de 2007

Yo vi la luz apagarse, encederse y, después, volver a encenderse

Como siempre, mi vieja fue a buscarme a la estación. Hacía como un mes que no la veía, pero no importó demasiado. Hablamos por teléfono casi todos los días, cada tanto pasa por mi casa a buscarme la ropa sucia y a dejarme comida, y, supongo, que sabe muchas otras cosa más de mi vida a partir de su poder de deducción "madruna" en todas y cada una de las miradas que debe de hacer por el depto cada vez que intenta limpiarlo (si estuve o no con alguna mina, si estuve o no cenando con algún amigo, si estuve o no comiendo, si estuve o no fumando, o si me estuve, o no, drogando; todo, a partir de una simple mirada y del orden que impone sobre mi depto, pero al que yo ampliamente agradezco).
En fin, me subí al auto, tiranicé la música, dave matthews band comenzó a sonar, y enseguida vinieron los comentarios de siempre, pero a los que, debo admitir, extrañaba. Esta vez, tema obligado, la lluvia. "Es impresionante, qué manera de llover", "no sabés, jirafianito, por acá no más que lluvia y lluvia", "calles inundadas, intendente y concejales de mierda, hijos de puta que nunca, jamás, hacen nada", y así un poco más. En verdad, no fue tan violenta, mi vieja casi nunca putea, pero como a mí me gustaría que lo hiciera más seguido, los insultos y los comentarios sobre los políticos se los agrego yo. En fin eso, lluvia, clima. Un recurso al que mi madre, toda su vida, ha utilizado para descargar, supongo, algún que otro malestar (excursus: vieja, por si leés este blog y te identificás, vos ya sabés como es esto de la ficción, vos fuiste una de la que me lo enseñaste, digo, eso de desligarse de la realidad, de convertir en experiencia cualquier hecho, sin importar que sea o no objeto de la vida tal cual).
En fin, más allá de eso y de mi regreso al mítico oeste, lo que mi vieja no sabía -no podía saberlo-, era que su hijo ya no es el mismo de siempre, que su hijo ha pasado y pasa, cada tanto, por la facultad, que lee, y que, cada tanto, se pone a pensar pelotudeces. Bah, supongo que eso lo sabe desde siempre, mi vieja, desde que me ha visto en mi mundo, impenetrable, sufrible, fastidioso, sin darle bola a nadie y contestando siempre para el orto. Pero ahora es como que el nene le lee más cosas, el nene ya es un dotorcito, también un etudiante, y vaya saber qué mas es, el nene.
Es, ser, una ontología estúpida. Soy, somos, qué. Desde siempre fue la gran pregunta, ser, qué. Ser o no ser. Yo, yogurt ser (ya volveré en algún otro momento sobre esto, lo del ser).
Volvamos a mi vieja y la lluvia y su hijo pedante. Llegué a casa y descubrí que algo me inquietaba aún más. Una idea que se me había ocurrido hacía unas semanas de regreso a mi casa desde la facultad. Muchos sabrán, otros no, que en estos tiempos tormentosos gran parte de Caballito, Almagro y Balvanera se quedó sin luz. No fue un corte cualquiera, pero tampoco fue tan grave, el corte. Un día sin luz. Yo sólo sufrí una noche, lo que, de paso, me sirvió para dormirme, por lo que no tuve mayores problemas: la luz se había ido una noche, pero a la mañana siguiente regresó.
Creo que si me hubiera sucedido lo de un día entero, o dos, sin luz, habría reaccionado de la misma manera: completamente pasivo, viendo a qué casa ir para pasar el rato, y ya. Vivimos en una ciudad, por favor, y precisamente eso es lo que somos, luz artificial! Para qué carajo la desesperación!
Pero ahí justamente el problema. La falta de luz y la salvajización. Cajas quemadas cortando avenidas, vecinos golpeando utensilios, cacerolas. Perros cagando sin que nadie se preocupara por juntar su mierda. Policías en alguna que otra esquina, pero sabiendo que no eran más que, en ese contexto de oscuridad natural, polillas comiendo naftalina.
La oscuridad era absoluta. El colectivo en el que iba, incluso, parecía estar manejado por alguien completamente normal. O sea, el tipo no era, como todo colectivero, un desquiciado. Seguía el ritmo de su constelación, no se guiaba por nada, sólo por luces de faroles que se ahogaban a unos metros, y por alguna palabra que le decía una chica que estaba de pie junto a él. En un momento dobló, después volvió a doblar, dobló una vez más, y luego otra, para así completar la vuelta manzana. Nadie entendía nada, pero lo cierto era que no había mucho para entender.
Cuando el foquito se prendió por primera vez, allá, hace más de cien años, una revolución se avecinaba y entonces, el hombre ya no sería lo que hasta el momento había sido. Tampoco su agrupamiento, la ciudad.
Buenos Aires, como Nueva York, como Tokio, como cualquier otra ciudad moderna, no es más que la reproducción de la artificialidad. Una ciudad representa eso, no la alienación, no el individualismo, las sectas, el panoptismo, el emblema capitalista y la explotación. No. En una ciudad descansa el refugio de la artificialidad, y de su arquetipo: la luz y el hombre. Nadie se maquilla, viste, arregla, opera, hace dietas para otro o para sí mismo, para la noche, la oscuridad o las velas. Todo el remanente que desplegó el fetiche de los cuerpos no tuvo otro objeto más que el ser visto bajo la luz. Pero no el sol. No. Phillips lo entendió de entrada, también General Electrics y demás empresas de foquitos de luz. Nadie es nadie para el otro, sino que todos somos para la luz.
La pesadilla que se desplegó ante un simple corte no es más que el reflejo del miedo a la muerte de lo que somos y fuimos desde que nos constituimos como siglo XX y, ahora, XXI. No pensemos en la barbarie como consecuencia ante la falta de luz. Eso ya es algo anacrónico, digo, la barbarie y si por barbarie entendemos lo contrario a civilización. No hay barbarie, puesto que no hay civilización con la cual pueda contraponerse ese término. Sólo perdura lo que siempre existió. Un conjunto de edificios y animales perdidos en un parque lleno de luz.
En fin, porque ya vengo diciendo muchas boludeces, vuelvo a la lluvia y a mi vieja. Hoy salió el sol y me prometió que, si me iba cerca de las cinco a mi departamento, ella me llevaba. Sólo tenía que aguardar a que saliera un poco, que viera a sus amigas y se relajara y olvidara de las paredes que forman su casa, después de cinco días de permanecer encerrada por la puta lluvia y viéndose, siempre, bajo los mismos foquitos de luz.
Bueno vieja, son las 4 y media, te estoy esperando, me quiero ir a la mierda...

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