Ese crimen resonó en toda la prensa colombiana. Un titular dijo “el arte y la perversión”, y debajo dos fotos: una, la del cuadro pintado por Felipao; la otra, la de Felipao esposado.
De todos modos, la cárcel no resultó algo malo. Allí, Felipao no hacía más que pasar sus días tranquilo, sin que nadie lo molestara. Por eso, la cárcel no era algo malo, después de todo. Había que cuidarse, eso sí, como en todos lados, pero eso a Felipao ni si quiera le preocupaba. En verdad, todo el mundo se ocupaba de Felipao, incluso hasta los que deseaban la muerte del brasileño, incluso aquellos que tenían motivos viscerales para asesinarlo en el patio, en las duchas, en la celda, en los pasillos, en la cocina o donde fuera, incluso esos no hacían más que añorar y, quizá, hasta soñar con la muerte de Felipao. Pero sabían que eso era todo, que no podían pasar de allí. Felipao, el pintor que traficaba o el traficante que pintaba, no hacía más que descansar, a veces jugar al básquet, y después pintar hasta que los brazos parecieran escindírseles del cuerpo, pintar hasta que el cansancio le nublara los ojos y no quedase más que aspirar cocaína para seguir y seguir, porque cada vez que pintaba, Felipao lo hacía como si esa fuese la definitiva, la última, por más que estuviera consciente de que al otro día volvería a ver el anochecer. O al menos eso parecía, eso era lo que todos pensaban cada vez que veían al brasileño frente a un cuadro. A ese negro de mierda se le van a salir los ojos, no hace más que pintar, todo el día ahí, dale que dale al pincel, si no lo hubiera visto en acción cuando estaba afuera, diría que es flor de marica, ahí, el negro ese preocupado por sus cuadros. Y así y muchos otros más eran los comentarios que todos hacían respecto a Felipao, cada vez que lo veían, a cada momento en que el brasileño se ponía de pie frente a las telas, enseguida se escapaban los comentarios. Todos pensaban que Felipao no los oía, pero lo cierto era que no sólo Felipao, sino también sus seguidores le prestaban atención. Ni bien se conocía la identidad de aquél que había dicho algo respecto a Felipao y su arte, de inmediato, como una tormenta imprevista que en cuestión de segundos arrasa con todo, el cuerpo de esa persona aparecía en el patio, colgando de alguno de los aros de la cancha de básquet. A veces colgaban del aro que decía “locales”, otras del que decía “visitantes”. No había una lógica respecto a eso. Lo único que siempre sucedía, fuese en un aro o en el otro, eran cuerpos desnudos, repletos de heridas, y ahí permanecían hasta desangrarse por completo, sin que importara el olor putrefacto, las moscas, los gusanos y demás aves de rapiña que ayudaban a desmembrar más rápido ese cuerpo que en vida no había tolerado el arte de Felipao.
1 comentario:
Muy ilustrativa la intolerancia artistica. Estoy con felipao hasta el mango del cuchillo.....
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