Esta resaca padre que me queda de anoche lo único que me permitir hacer es recordar la primera vez que me sentí así. Y es un recuerdo todo lo que se puede narrar y que, en esta oportunidad, comienza de este modo:
La primera vez sucedió así. La noche buena solíamos pasarla con casi toda la familia (casi, porque siempre alguno faltaba), reunidos en alguna casa -la de mi abuela, por lo general- y lo único que puedo decir de aquellas reuniones, más allá de la reunión específica que aquí me pongo a recordar, que la suerte y nuestra voluntad han querido que a la mayoría de esas personas las veamos muy poco o, en mi caso, nunca.
Pero era noche buena, aquella vez, y estábamos en familia, en lo de mi abuela, reunidos en el quincho y sentados a una gran mesa donde cada uno tenía su lugar. Yo, además de mi lugar, tenía apenas cinco o seis años, a lo sumo siete, pero no más. Durante aquella época, el sueño solía jugarme malas pasadas y, por lo general, nunca llegaba despierto a las doce, por lo que el brindis no tenía más que la potencia de un mito y papá noel no era más que ese gordo hijo de puta que siempre llegaba mientras yo dormía y que me traía ropa o juguetes de mierda que nunca, jamás se me habían ocurrido pedir.
Algo extraño sucedía, sin embargo, aquella noche (cualquier corrector modificaría esta frase, indicando primero el tiempo, luego la acción y después el objeto; pero eso no nos interesa en estos momentos; en todo caso, recomiendo ver "Crónicas de un corrector", de próxima aparición en este blog). Era tarde, demasiado para mi cotidianidad de infante, y aún permanecía despierto. El insomnio me definía y transportaba mis circunstancias hacia la morada del miedo, el lugar donde se situaban todas esas caras que poco a poco comenzaba a ver. Sin duda, estaba ingresando a uno de los infiernos dantescos, aunque en ese entonces no tenía ni la más puta idea de quién carajo era Dante, ni mucho menos había leído o siquiera escuchado mencionar la Divina Comedia. Pero ahora sí la leí. Sé quién es Dante, qué hizo, cómo vivió, mejor dicho, también leí qué hizo y cómo vivió, y leí, durante estos últimos años, muchas cosas más. Con toda tranquilidad podría definirme como una persona casi-culta, que escucha música culta (o cool-ta, como a las fiestas a donde las jirafas suelen ir), y que sabe que lo hace porque provoca estupor cuando lo menciona y por eso suelo mencionarlo, para que sepan que la música que escucho, es culta. También, dentro de mi casi-cultismo, puedo decir que leo constantemente, todo el día leo, y a partir de todo eso que he leído, estoy en condiciones de decir y sostener crítica y teóricamente por qué Borges, Puig, Cortázar, Bolaño, Lemebel, Bioy, Fogwill, entre otros, son unos grossos, y por qué no habría que ni siquiera acercarse a cualquier manualcito de autoayuda, García Márquez, Isabel Allende, Rosa Montero, etc., etc., etcétera. Puedo decir todo eso e incluso más. Por ejemplo, porque soy un joven argentino casi-culto, puedo decir qué cine debe verse, qué me falta ver de todo es cine que debería verse y qué cine nunca, jamás debería verse -más allá de que ese cine sea el que generalmente miramos (sin ver)-. Del teatro no digo nada, porque el teatro siempre me pareció una cagada, una desilusión completa. Quizá, cuando logre mi cometido de ser completamente culto, tenga la capacidad de verlo más cerca del arte que del terror.
En fin, aquella noche el infierno estaba a mis puertas y yo, siendo parte de él, era el único que lo observaba. En un momento de la reunión, todos se pusieron de pie y de poco comenzaron a acercarse unos a otros para chocar las copas que sostenían sus manos y que contemplaban desesperadamente sus ojos. Había una atmósfera de felicidad superficial que me aterraba y fue por eso que decidí esconderme debajo de la mesa, donde la sábana que habían usado como mantel (en toda familia bien siempre hay alguien grasa) me protegía de todos y también ponía a salvo a mi soledad.
Desde el suelo, y con la sábana como velo de ese teatro del horror, pude contemplar los abrazos, besos y llantos que se sucedían sin que nadie sepa muy bien por qué. Eso me parecía fatal, la mayoría de esas personas pasaba el año detestándose, hablando porquerías a espaldas del otro, pero esa noche se abrazaban o lloraban. Y lo hacían sin importar que A. odiara a C., que C. también odiara a A. pero por diferentes motivos que A.; ni hablar de lo que sucedía entre T. y F., mucho menos entre M. y Z., y así con mucho otros, con todos, creo. Pero el punto álgido fue cuando L. recordó a J., que había muerto ese mismo año, unos meses atrás, y a quien yo recuerdo como un reverendo hijo de puta (mucho más que papá noel), pero que como ya había muerto todos alzaron las copas por él y le dedicaron un brindis y la posibilidad de nuevos abrazos y toqueteos. Creo que el único que demostraba una felicidad real era mi tío H., que podía abrazar y toquetear a su cuñada V. (que incluso hoy, después de muchos años, está para partirla en dos, tres, cuatro, etc.) sin ningún inconveniente, y que era la hermana de su esposa, S., que siempre (y hoy más que nunca) fue una gorda antipática y horrible.
Finalizado el brindis, mis primos (con quien siempre me relacioné a través de golpes y de insultos) fueron a prender los cohetes que habían comprado. A mí siempre me pareció una estupidez enorme el ruido por el ruido mismo y por eso jamás los acompañé (el primer cohete, incluso, lo tiré recién a los trece años, en medio de un acto del colegio en homenaje a San Martín, donde, si mal no recuerdo, había un pelotudo que leía la redacción que había ganado el primer premio sobre el prócer...). Y entre todo ese ruido descomunal, bárbaro, desenfrenado, comencé angustiarme mucho más. Añoraba dormir, quería que mis ojitos se cerraran y se embarcaran en algún sueño que me alejase por completo de esa pesadilla que reproducía toda mi familia, y que el velo sobre mis ojos (la sábana-mantel) sólo conseguía que se expandiera. Detrás del velo de mis ojos, el teatro subvertido del terror de los besos, abrazos, toqueteos y llantos descarados. Y como fondo de todo eso, las explosiones bárbaras.
O no había nada más para hacer, o eso era lo que siempre se hacía y que yo siempre me perdía (o de lo que siempre el sueño me salvaba), que en determinado momento alguien puso música a todo volumen y enseguida todos gritaron para luego ponerse a bailar. Y bailaban, los cuerpos, iban de acá para allá, alocados, con las piernas imbuidas en un desenfreno descontrolado, como si quisieran escindirse de los cuerpos que sostenían para seguir bailando y bailando, levantarse del suelo y seguir por el aire y luchar con el viento para terminar por convencerlo al mismo viento a que se sumara al baile. Así bailaban todos, al ritmo de la cumbia y del cuarteto y yo que sé que más (mi casi-cultismo me prohíbe saber qué más), embebidos del gran bailongo navideño. Así como ahora suena Bombón Asesino o las canciones de Pibes Chorros, en ese entonces Ricky Maravilla, Alcides, la Mona Jiménez y otros tantos eran la sensación, según recuerdo y según me dice el buscador del Google a quien le pedí ayuda para que afianzara mi recuerdo y la narración. Meta baile, meta mano, meta cohete, y yo, debajo de la mesa, cada vez más asustado.
Sin embargo, con susto, angustia y todo (y con la potencialidad en materia de en pocos años someterme por completo a los designios de los alumnitos de Freud), comencé a sentir tanta sed que no pude hacer más que salir de mi escondite que hasta ese momento se había mostrado como perfecto. Con sumo cuidado corrí el velo de mis ojos, y me puse de pie. Me subí a una silla y tomé un vaso. Pensé que era Sprite, un vaso lleno de Sprite, que calmaría mi sed y tal vez me daría sueño y me permitiría escapar, de una vez por todas, de ese chiquero de navidad. Lo tomé, todo, de un saque. Y luego apoyé el vaso sobre la mesa, vacío, sin nada, quizá alguna gota, pero no más. Pero yo sí quería más: tomé otro, este no estaba tan lleno, pero me pareció que el líquido era el mismo, y cuando lo probé supe que sí, era el mismo, y tenía ese mismo dulce embriagador, fascinante, adictivo. Justo al apoyar el segundo vaso sobre la mesa, se acercó mi tío H. -el único realmente feliz de la fiesta (tan feliz fue, que, años más tarde, me enteré de que finalmente esa noche se cogió a V., su cuñada, pero que mi tía lo perdonó, porque justo cuando se enteró de eso, también se enteró de que estaba embarazada y mi tío se enteró que él no podía ser el padre ya que hacía años que ni siquiera un beso le daba), decía, se acercó H. y me miró fijo y después dijo, bien, pendejo, vas por el buen camino, debemos ser los únicos de esta familia que toman champú, me llevo un poco, vos entrale tranca, yo no digo ni mú. Mi tío se fue yo no entendía nada de lo que me había dicho y, después de tomar otro vaso y otro más y otro, tampoco entendía lo que sucedía ante mis ojos. En un momento, después de un sorbo de no sé que vaso, comencé a sentirme muy mal, me muero, pensé, como el viejo de mierda por el que todos brindaron, me muero, mamá, grité, mamá, me muero. Pero no me morí. Vomité. Todo, lo que había comido y lo que había tomado. Vomité el asco y el espanto, vomité sobre la mesa, sobre todo lo otro que no había comido ni tomado, sobre el vestido de mi mamá que vino a las corridas para ver qué me pasaba. Vomité sobre toda esa miseria y sobre todo ese ruido que atentaba con lo que por entonces era un casi-cultismo en formación. Vomité hasta que ya no tuve nada más por vomitar y hasta que los recuerdos, el miedo y la angustia se me borraron de la conciencia. Creo que después me dormí. Al otro día me desperté y, si bien había vivido la navidad desde la hora cero, insulté -entre mi primera resaca y los mimos de mi vieja, de V. (que creo que estaba arrepentida de haberse acostado con mi tío H., pero a mí eso no me importaba) y los abrazos de mi abuelo R.- al gordo hijo de puta que había esperado a que yo me pusiera en pedo para traerme, una vez más, regalos de mierda que nadie había pedido.
Así, desde la resaca de hoy, es como recuerdo mi primera borrachera.