viernes, 29 de enero de 2010

La muerte del último ermitaño

Hoy está todo a la vista. Las cartas, sobre la mesa. Recuerdo que hace poco tiempo, un compañero de laburo al que acababa de conocer me contó practicamente todo su fin de semana, las personas con quien se acostaba, los muertos que rescataba del ropero a la hora de necesitar al sexo como la medicina de la opresión, las drogas consumidas para llevar adelante el trajin de no dormir y la música electrónica que monocorde y acompasada, acompañaba su propio ritmo salvaje.  La charla duró menos de un pucho y cuando lo terminamos dije: bueno, sé todo tu fin de semana, pero no sé tu nombre... Lo dice luego de una leve risa, le digo el mío, y volvimos a no vernos, a estar no contenidos, pero bien guardados en nuestras cajitas.
Pero este es sólo un ejemplo de los tantos miles que se dan día tras día. Las chicas, mientras más chicas, más desean confirmar su belleza con fotos que circulan por la web. Menos también es la ropa que llevan, pero esa supuesta liviandad poco tiene que ver con viajar liviano. Es más bien un peso todavía desconocido, que se notará en más o menos años, tal vez proyectado por una lágrima o por la dificultad en el próximo aliento.
Ayer nomás me encontré con una amiga que no veía desde hacía algún tiempo porque se fue a vivir afuera. Me contaba que sus amigas le reprochaban que no escribiera seguido y que no contara via e-mail o facebook o twitter cada paso de su vida. El poco tiempo para la risa y el disfrute se veía esmerilado por esas palabras que ni siquiera pertenecían a ellas mismas. Porque es esta época la que te grita que no te guardes y que el de al lado se deba sentir ofendido por no mostrarlo todo a la velocidad en que uno tiene que estar en todas las fiestas, responder todo los mensajes de texto, capacitarse en cualquier cosa para ser el superhombre en modelo berreta empresarial multitask o curarse un resfrio.
Es por eso que el hecho de llegar a viejo ya pasa a ser algo anecdótico. A la hora de la muerte, los 38 parecen ser los nuevos 27, pero con menos drogas ilegales y menos ganas de protestar.

Me atrevo a decir que sin pensar en simbolismos, ayer se fue el último ermitaño. Alguien que llegó a vivir hasta los 91 años. Alguien que eligió que sus fotos dejaran de circular así como sus textos, porque escribía a diario pero apenas si publicaba. Se nos fue JD Salinger con una cadera rota, pero tal vez "con todas sus facultades intactas", como decía en su cuento "Para Esmé con amor y sordidez".
No sabría decir con extactitud cuántos de esos 91 años los vivió en su adentro, guardado en su cajita, y esta vez, contenido. Pero sé decir que ese es el final de muchos otros que supieron marcar la existencia de una generación que no es esta: desbordados de su apetito de descubrir, se recluyen, finalmente, para no molestar, ni ser molestados. Para asumirse más humanos que humanos y no buscar tantas respuestas donde no las hay. Para afirmar que consumirse como un cigarrillo no es más que una metáfora idiota.
Ojala encontremos a mas gente que nos lo pueda (no) decir....

Farewell

Nos vemos, vieja. Gracias por todo, posta.

martes, 26 de enero de 2010

Un chino en Laferrere

Hacía tiempo que no iba al Malba y mucho más que no pisaba un museo. Soy de los que se aburren ahí, y si me apuran diría que sólo me entusiasma la idea de visitar, en algún momento, un par de lugares para ver cosas muy precisas (el museo Escher, por ejemplo, o el Prado aunque exclusivamente para ver Las Meninas). Pero ni siquiera esa posibilidad me quita el sueño. Entiendo al museo como un lugar que tiende a la sacralidad, la adoración y el caretismo. Gente de acá para allá más perdida que un chino en Laferrere. Así y todo, en ese caminar estúpido, te encontrás con algo que, ya desde lejos, te llama la atención y cuando estás al lado, no deja de sopapearte en la cara. Como una madre harta, una novia despechada o un amigo al que te le desmayaste en los brazos sin ninguna razón más que un par de pitadas a un faso. Me pasó y pasa con Berni, y me pasó también el sábado con esto:



Pero incluso esa cara enorme que me impulsó por un momento a convertirme en uno de los tipos más buscados por el FBI no terminaba de conformarme. Nunca fui muy hiperactivo, aunque de todos modos con los años fui perfeccionando un, para muchos, defecto, aunque para mí algo contra lo que no puedo luchar: tocar las cosas. Fue así que a lo largo de mi vida rompí de todo: microscopios de miles de dólares, vasos, cuadros, copas, vasijas, ventanales y hasta un monstruito que Berni le había regalado a mi viejo alguna vez. También puse en funcionamiento muchas cosas que jamás deberían haberse puesto en funcionamiento. De esa manera, arruiné ensayos y meses de investigación de mi vieja, máquinas de mi viejo, computadoras e incluso llegué a causar el incendio de un motor en una quinta por haber encendido no sé qué cosa al mismo tiempo que se había encendido no me acuerdo qué. Supongo que si alguna vez estoy frente a un botón para lanzar una bomba atómica, lo haría sin problemas. Sé que es medio boludo, pero es más fuerte que yo. Tocar, presionar y, si se da, llegar a romper lo que está al alcance de mis manos. Creo que ese es uno de los motivos por el cual me aburro tanto en los museos: nada se puede tocar, nada debería destruirse, y, de hacerlo, te convertís en un salvaje, un hijo de puta que atenta contra la humanidad. Algo así le paso al pobre califa Umar ibn al-Jattab, más allá de que a la biblioteca la venían haciendo mierda desde hacía cientos de años. En fin, todo lo anterior para decir que a la salida del Malba encontré una hoja tipo las de cuaderno Rivadavia cosido, escrita con birome azul, y que decía lo siguiente:

Se necesita un cambio radical en el arte. Es más, es necesario olvidarse del concepto de arte, o aborrecerlo, eso, sí, aborrecerlo, y entonces empezar a pensar en su destrucción. Olvidarnos de la belleza, y en caso de que no podamos, si todavía llegáramos a necesitar de ella, que esa necesidad sea pura y exclusivamente para destruir con mayor placer a la obra. Hacer para destruir y destruir para volver a hacer. Lo efímero nos proporcionaría una chance única: acabar con los museos, con los cultos, con las adoraciones estúpidas, con el mercado y la distinción. Hay que volver a ser amateurs. El arte llegó a convertirse en algo aborrecible porque lo social es aborrecible. Pero como no podemos, aún, acabar con lo social –ese componente tan demodé a esta altura de la existencia de la Tierra–, acabemos con el arte, destruyámoslo, hagámoslo mierda, una y otra vez, ante cada nueva obra de arte para que definitivamente la recepción se convierta en eso: la manifestación de la destrucción, que no es otra cosa que la creación. Pura y simple creación. La historia de la humanidad no es la historia del arte. La historia de la humanidad es un relato de la destrucción. Pretender que el arte escape a esa historia es un absurdo. Lo perdurable funciona como una estúpida redención, algo así como si te dejara tu novia y vos siguieras visitando a tus suegros para demostrarles que tu ex nunca va a encontrar a alguien mejor que vos. Las obras de arte deben existir 30 segundos, y eso incluso es mucho. Y deben ser hechas por cualquiera, en una oficina, en un baño público, en la triple frontera. Sí, se necesita un cambio radical en el arte, en donde las obras se amontonen en las calles, en las veredas, en los telos, en las plazas para que entonces las pisen, las caguen los pájaros y las ratas, las meen los perros y los gatos, le acaben o le tiren los forros usados encima y los mendigos las puedan usar tanto para taparse y vestirse como para limpiarse el culo. Este cambio es urgente y lo puede empezar cualquiera en cualquier lugar, incluso vos, acá.

 Rubia te amo

Llamar a Juan

Tel de Lea: 155-408-0095

viernes, 22 de enero de 2010

The Kings' Jam

Ya todos saben que dentro de poco, con sus 80 y pico a cuestas, el rey estará afanando tocando en el Luna Park. Las entradas son por demás caras, por lo que probablemente no deje de ser un recital careta. Así y todo, trataremos de enviar corresponsales jirafianos, más allá que desde el año pasado vengamos gastando unos cuantos pesos en recitales (tanto consumismo estúpido tuvo su contrapartida el día de ayer, cuando M.A., a eso de las cinco de la tarde, nos llamó a casa para decirnos que tenía tres entradas para ver esa misma noche a Metallica). Mientras tanto, los dejamos con este disquito, donde B.B. le entró a la viola junto a un muchacho que la rockeó como nadie, vivió como pocos y murió como muchos.




 
Jimi Hendrix & B.B.
Grabado el 9 de abril de 1968 en el Generation Culb de New York City
01.Like a Rolling Stone
02. Blues Jam #1, Part 1
03. Blues Jam #1, Part 2
04. Band Introduction by B.B King
05. Blues Jam #2, Part 1
06. Blues Jam #2, Part 2
07. Blues Jam #3
08. It's my own Fault.
Link

viernes, 15 de enero de 2010

El "Paredón" Ramírez, un artista de la recepción (segunda parte)



Al otro día, sin embargo, “Pare” no sólo vino con la venda en la cabeza, sino que también traía un golpe en la espalda. Era un moretón inmenso a través del cual comprendí la diferencia entre nacer en una familia con padres más o menos normales y en otra con padres hijos de puta. Ese día, también, vi un cambio en la forma de mirar de “Pare” que le duraría para siempre, incluso cuando se moría en mis brazos y me decía, muy serio, nunca te conté, pero con tu hermana planeábamos casarnos; la hubiera cuidado, de verdad. Cierta inocencia, cierto aura que se asocia con esa época que jamás se llega a recordar tal cual fue, en el “Pare” había desaparecido como desaparece, en esa muy mala película de Robin Williams, la infancia de Peter Pan. No era tristeza, tampoco ira y ni siquiera se acercaba a esas estúpidas figuras retóricas que se crean cuando se habla de infancia robada. “Pare” jamás perdió la infancia, así como tampoco nunca la abandonó. Simplemente, ese día supe que “Pare” había entendido que la cosa en el mundo era bastante diferente a como todos la veíamos, y que no se podía hacer mucho para cambiarla; ya a los siete años, “Pare” supo que había que aguantar nomás. Y él aguantó. Durante todo ese año muy pocas veces se metió a la pileta, jugó muy poco a la pelota, y era muy difícil verlo en cuero. Apenas pronunciaba palabra, y aquellos que se atrevían a hablarle recibían, como respuesta, una trompada en la cara o una patada en las bolas, lo primero que al “Pare” se le ocurriera. Desde ya, conmigo y mi familia la cosa era distinta. En mi casa, mi vieja me aleccionaba para que no lo dejara solo, para que lo invitase a jugar, incluso para que viniera a dormir a casa. De hecho, durante ese verano “Pare” llegó a dormir en un colchón junto a mi cama entre tres y cuatro veces por semana. Pero cuando el verano terminó, no pudimos hacer demasiado. Vivíamos en barrios bastante alejados uno del otro y también íbamos a colegios distintos. De todos modos, cada tanto mi vieja se aparecía a la salida del colegio con el “Pare” de la mano. Por lo general eso sucedía los viernes, y así los fines de semana tratábamos de recrear la temporada de colonia. En mi recuerdo, esos encuentros se revelan en interminables veces, tantas que a veces creo que nunca estuve tres años sin ver al “Pare” y que en algún momento, por no decir en varios, me llegué a olvidar de él por completo.

Fue entonces que se sucedieron los veranos, los encuentros con los salieris de Ale, y la ausencia de “Pare”. Mi vieja me había contado que el padre había tenido algún problema con la policía, que ahora estaba preso, y que por eso la madre había decidido que lo mejor era irse a no sé qué provincia, donde tenía familia que le podía ofrecer ayuda, quizá algún trabajo y, en especial, cuidado al "Pare". Ya ni sé si me enojé cuando me lo contó, si me puse a llorar o si le pregunté si alguna vez el “Pare” volvería. Sólo recuerdo de esa época que el primer verano en el que “Pare” no estuvo, escribí en las hojas libres que me habían quedado de un cuaderno de segundo grado todo lo me parecía importante de lo que vivíamos en la colonia y que “Pare” debía saber. Mi intención era dárselo, no sé muy bien con qué fin, tal vez para que al menos pudiera leer y estar al tanto de lo que se había perdido. Como nunca fui muy constante con nada en mi vida, en ese cuaderno sólo llegué a escribir unas pocas páginas que abarcaron pocos días de diciembre y alguno que otro de enero; ya para el mes siguiente fueron contados los días en los que me acordaba del “Pare”. Pero mi hermana, en cambio, lo recordó mucho más que yo: durante varios meses le hizo dibujos (el “Pare” con una pelota, el “Pare” con galletitas, el “Pare” durmiendo, un “Pare” gigante de la mano de una chica que le llegaba a la cintura, el “Pare” como uno más de la familia jugando con todos en la casa de Las Toninas), le preguntó a mi vieja por él y cada tanto la encontramos llorando en algún rincón de la casa porque lo extrañaba. Pero un día también dejó de haber dibujos, preguntas y llantos. El “Pare” lo supo mucho antes que todos: había que seguir y aguantar, seguir y aguantar.

En el verano del ’93, cuando mi hermana dejaba el jardín y empezaba la colonia, el “Pare” regresó. Me había sacado casi una cabeza de altura, tenía el pelo largo atado con colita y ningún golpe sobre el cuerpo. Mi viejo nos fue a buscar, ahora se hizo evangelista y nos pidió perdón, fue lo primero que me dijo. Está bien, dije sin saber qué más decir. Sí, yo qué sé; ¿esa es tu hermana?, dijo y ni esperó mi respuesta para ir a abrazarla. Se los notaba contentos. Y los días pasaron y una nueva temporada de colonia finalizaba. El resto del año nos juntábamos seguido con el “Pare”, aunque ya muy rara vez los fines de semana por no sé qué cosa de la nueva religión en la que los había metido el padre. También fueron pasando los años, las temporadas de colonia y de a poco se iban modificando los temas de las charlas con el “Pare”. Para los once, muy rara vez hablábamos de muñecos o juguetes, quizá sí de algún dibujo animado, y, sobre todo el “Pare”, de los primeros besos y las primeras pajas. Mucho más que por una necesidad, lo cierto fue que me empecé a hacer la paja porque el “Pare” se la hacía. Desde ya, eso no implicó que pudiera conseguir las chicas que el “Pare” decía que tenía, una especie de harem de picos y transas que se peleaban entre ellas para ver quién era la novia de la semana. Esas charlas siempre terminaban igual: de todo esto, ni una palabra a tu hermana, tamo, decía el “Pare” mostrándome la mano cerrada. Nunca le conté nada a mi hermana, aunque lo cierto era que mi hermana sabía que todas las chicas de la colonia gustaban de “Pare” y que “Pare de todas las chicas. No sé si eso le generaba algo, creo que no, no era muy grande, pero lo que siempre me llamó la atención fue la fascinación inquebrantable que tenía frente al “Paredón” Ramírez, algo así como locura y amor y la certeza de un futuro lejano pero reconfortante.

Continuará...

lunes, 11 de enero de 2010

El “Paredón” Ramírez, un artista de la recepción (primera parte)



Por ese entonces teníamos menos de 12 años y recién nos hacíamos nuestras primeras pajas. No buscábamos la felicidad, mucho menos el amor, y generalmente nos conformábamos con un plato de milanesa con puré al mediodía y vasos interminables de Cindor más galletitas por las tardes. Así y todo, estaba lejos de ser una época dorada. Varios teníamos “problemas de conducta” y, como consecuencia, también a varios, por la noche, los cagaban a palos en sus casas. Yo nunca supe lo que era el cinto sobre el cuerpo, una trompada de tu viejo en la cara o el palo de la escoba partiéndose sobre tu lomo; pero el “Paredón” Ramírez era un artista de la recepción. Nunca vi su cuerpo sin moretones, así como tampoco lo vi demostrando dolor por alguno de ellos. El “Paredón” era un estoico de la mejor cepa. El sobrenombre se lo había puesto Alejandro, un profesor de la colonia que jugaba al fútbol como los dioses y siempre nos contaba de las minitas que se levantaba en la iglesia adventista a la que, todos los fines de semana, iba con su guitarra en el asiento de atrás de su Fiat Vivace. Creo que por aquella época, todos fuimos rebautizados por Ale. Estaban el “Lagarto”, “Comitas” (en referencia al Comas que supo jugar en Boca), “Garrafa”, “Pájaro”, la “Oveja”, la “Nutria”, “Gato”, “Figaza”, “Jack”, “Huertas”, “Fichitas” y el “Sapo”. Algunos de todos esos era el mío, aunque ya no importa cuál. La capacidad de Ale para renombrarnos era absoluta e inquebrantable. A los días de conocerlo, sabías que ese nombre con el que habías llegado a la colonia, y por el cual tus viejos habían discutido o fantaseado tanto, iba a durar muy poco. Un movimiento, un ruido con pretensiones de sonrisa pero que se parecía a una frase tomada de algún idioma alienígena; un pase de pelota mal dado o una gambeteada de puta madre; un gol en contra o el mejor gol de tu vida; una pelota no atajada o la mejor volada de la historia en la canchita de cinco del recreo del INTA; algún elemento que jamás faltaba en tus bolsillos o excreciones que no dejaban de salir por alguna parte de tu cuerpo; en definitiva, algo, lo que fuera, servía para que Ale, en cualquier momento del día, te hiciera olvidar para siempre del nombre con el que habías llegado. Ale era nuestro dios y sólo podías insertarte por completo a la comunidad cuando él te renombraba. Eso, incluso, era mucho más importante que el hecho de que tus viejos no se atrasaran con las cuotas.


Fue un día a comienzos de enero de 1990 en el que el “Paredón” Ramírez dejó de llamarse F. para ser conocido por todos como “Paredón”, “Pared” o, para los amigos, “Pare”. Tiempo después, con algunos años más encima, si llegabas a decirle “Pare” sin que integraras su círculo de confianza, no sólo la mirada que sufrías era devastadora, sino que ese día y todos los que al “Paredón” se le ocurrieran, ibas a tener que cederle tu almuerzo y tu vaso de Cindor de la tarde junto a las galletitas que pudieras conseguir. Como yo lo conocía de toda la vida, pero sobre todo gracias a que “Pare” la quería a mi vieja como si fuese su propia madre, nunca sufrí ninguno de sus raptos de locura. De hecho, muchas veces, si “Pare” estaba sin hambre, me daba a mí el almuerzo o la merienda confiscados. O si ninguno de los dos estaba con hambre –muchas veces los almuerzos y meriendas confiscados sobrepasaban la media docena–, “Pare” le pedía una bolsita a Cristina, la cocinera, y ya en el micro que nos devolvía a nuestras casas, le regalaba las galletitas a mi hermana, que en ese entonces iba a al jardín de infantes. Desde luego, mi hermana lo adoraba. No yo, sino “Pare” fue su héroe de la infancia, y tal era el cariño que se tenían, que era a la única que le dejaba –ni siquiera a mí o a mi vieja nos permitía– que lo llamara F. Y ella, mi hermana, siempre lo llamó así, incluso cuando el “Pare” ya no estuvo más. Pero ese día de enero, a los siete años, el “Paredón” Ramírez se encontraría con su destino sin saber que ese encuentro no podía no concluir de un modo trágico. Debajo de un parral de uvas, jugábamos con los ya rebautizados “Jack” y “Fichitas” a alguna cosa con muñecos. Todo transcurría más que con normalidad: íbamos y veníamos con los muñecos de un lado a otro, los hacíamos volar, nos los pasábamos o los tirábamos para arriba y los atajábamos. Así estuvimos hasta que a “Fichitas” se le ocurrió ir por más: treparse al parral para tirar a los muñecos desde arriba. “Jack” fue tras él y cuando yo estaba por hacer lo mismo, “Pare” me detuvo y después dijo: la Gra no te dejaría. La Gra era mi vieja y “Pare” tenía razón. Nunca supe qué fue lo que lo llevó a decirme eso con sólo siete años, pero lo cierto era que siempre a cualquier cosa que me decía “Pare”, yo le hacía caso. Así, mientras los otros dos subían con dificultad, “Pare” y yo nos quedamos abajo boludeando con nuestros muñecos. Una vez arriba, “Fichitas” fue el primero en arrojar su Manziger Z. “Pare” simuló atajarlo, pero en el momento en que el robot se acercaba a sus manos, las corrió y la réplica del animé de dio de lleno contra el piso. Mazinger Z quedó decapitado y “Fichitas”, desde el parral, comenzó a llorar. Maricón de mierda, no llorés decía “Pare” y después se cagaba de risa. “Jack”, con la experiencia que da ser el segundo en algo, entendió que su muñeco podía correr la misma suerte, así que comenzó a bajar del parral. Fue entonces cuando piso una madera floja: uno de sus pies quedó colgando, la madera se desprendió y yo, que veía cómo estaba a punto de impactar en mi cara, recién me corrí cuando “Pare” me empujo y tomó mi lugar en el espacio. La madera le dio de lleno en la frente. Fue un golpe seco y duro, que hizo que enseguida comenzara a salirle sangre. Pero “Pare” ni moqueó. Yo fui corriendo a avisarle a Ale, y para cuando llegamos, “Fichitas” y “Jack”, inamovibles, veían cómo “Pare”, apenas con las manos, intentaba detener la sangre. No hubo tiempo para retos ni explicaciones: Ale se quitó la remera, la apretó contra la frente de “Pare” y se lo llevó en el Vivace hasta la enfermería. Tardaron bastante en regresar y durante todo ese tiempo, imaginé lo peor. Los miraba con odio a “Fichitas” y “Jack” y me juré que si le pasaba algo malo a “Pare”, todos sus muñecos, hasta que terminara la temporada de colonia, la iban a pagar. Finalmente, cuando se acercaba la hora de la merienda, escuché el ruido inconfundible del Vivace. Les avisé a los chicos y todos juntos –“Fichitas”, “Jack” y yo– corrimos hasta el estacionamiento y vimos que el “Pare” bajaba con un helado en la mano y una venda alrededor de su cabeza. No es nada, dijo Ale, la cabeza de F. es un paredón. Y así fue que le quedó, para siempre.

Continuará...

viernes, 8 de enero de 2010

Lhasa, la llorona



Hace algunos años, al poco tiempo de haberme ido de la casa de mis viejos, uno de esos amigos que fui encontrando en la noche porteña descargó casi todo su mp3 en mi entonces castigado CPU. Había de todo, bandas muy snobs, otras con cosas interesantes, pero que en algún momento aburrían, e incluso una que hoy no puedo dejar de escuchar (El mató...). El tiempo y mi inmediatez lograron que fuera borrando la mayoría de esos archivos. Sin emabargo, ella siempre quedó, incluso cuando cambié de PC. Servía para todo: un garche, un amor, una cena entre amigos, y también -sobre todo en esos momentos- cuando estaba solo, sin importar el ánimo que me acompañaba. Hoy, de pura casualidad, boludeando por la interné, me enteré que el 2010 comenzó, entre otras cosas, con su muerte. Me hubiera gustado verla en vivo, en el zótano de algún barcito de Almagro, Villa Crespo, La Paternal. En fin, por suerte siempre habrá algún tema de ella dando vuelta.