martes, 9 de diciembre de 2008

Malala

A la mañana siguiente levantaron el campamento. El que me vino a desatar, también ayudó a levantarme y hasta me ofreció un poco de comida y agua. Si bien lo miré consternado, de todos modos devoré lo que me había ofrecido. Después me dio un par de golpes en la espalda y, antes de irse, dijo: creo que cada vez entiendo más por qué te fuiste. El cuerpo y la cabeza del Tanque continuaban en el suelo, todos caminaban como si aquello fuese una montaña de tierra o parte de las cenizas de lo que había sido el fogón. Ya con las mochilas preparadas comenzamos a caminar. Coyote iba adelante, separado del resto del grupo. Yo caminaba en el medio de dos Orangutanes, desposado, diría que, incluso, sin ser vigilado, como si fuese uno más. De todas maneras, no intenté probar mi suerte, por lo que me dispuse a caminar en silencio hacia donde fuera que íbamos. Cuando el sol alcanzó el cenit, el mismo Orangután que por la mañana me había ofrecido comida, ahora volvía a darme agua. Le dije gracias; él no respondió. A las horas me caí por primera vez. Todos se detuvieron, avisaron a Coyote y él se acercó hasta el lugar. No es nada, dijo, denle un poco de agua y algo para comer y que siga caminando. Minutos más tarde retomé la marcha pero algunos minutos después volvía caerme. Esta vez no le avisaron a Coyote. El Orangután que parecía tener cierta consideración me tomó de un brazo y me ayudó a completar el camino. Recién al atardecer, casi sin fuerzas, pude ver una especie de asentamiento. Estamos por llegar, aguantá un toque, no te mueras acá. Le pregunté su nombre. Pancho, Pancho González, dijo.
Al llegar al pueblo, mujeres y niños y algún que otro anciano comenzaron a salir de las casas de chapa, madera, cartón y barro hasta acercarse con miradas incrédulas.
–¿Qué mierda hacen acá? –dijo una mujer– Pensábamos que ya no volvían. La mitad del pueblo se las tomó. La otra, nosotros, nos quedamos para recibir a los monstruitos. Pero... qué mierda hacen ustedes acá.
Todos la ignoraron. Yo quise decirle algo, que había sido mi culpa, que ahora todos los monstruitos estaban muertos por mi estupidez, pero apenas tenía fuerzas para respirar. Igual, por lo que pude comprobar en ese momento y que más tarde –luego de comida, bebida y un poco descanso– ratificaría, la mujer estaba muy buena. No sólo esa, sino la mayoría. Eso sí, un poco sucias; después de todo, vivían en algún lugar olvidado de la provincia, y con el constante temor de ser exterminados por los monstruitos. Pero que estaban buenas era un dato objetivo y también lo era el hecho de que volver a ver minas de esas características me calentaba mucho. Pero más allá de ese detalle, por el momento debía ocuparme de mi vida. Coyote había llegado bastante cansado y gracias a eso le dijo a Pancho González que me llevase a su casa, me vigilara e hiciera conmigo lo que se le antojase, siempre y cuando no me quitara la vida. De eso me voy a ocupar yo, dijo y se fue a una de las casas bajo los insultos y escupidas de la mujer que lo había recibido preguntándole "qué mierda hacen acá", o sea, allá. Sin duda, pensé, esa mujer amaba a los monstruitos tanto como yo.
Pancho, después de ayudarme a que me recostara sobre una especie de cama sin colchón pero con frazadas, me dio algo de agua. Me preguntó si quería comer, pero le contesté que no. Luego comenzó a contarme alguna historia pero resultó probable que me quedase dormido, porque al otro día, al despertarme con la luz del sol que entraba por las rendijas, no pude recordar nada de lo que me había dicho. Fue una gran sorpresa ver a Pancho bañado y preparando el desayuno sobre una salamandra que alimentaba constantemente con cartón y cajones de fruta.
–Buen día –dije– ¿Hace mucho que te levantaste?
–Buen día, Virgilio…
–Creo que te dije que esa es una confusión, yo no soy…
–Sí, probablemente, pero a Coyote no le va a importar. Para él sos Virgilio y se acabó. No me pude dormir en toda la noche, así que me fui a buscar cosas para desayunar.
–En cambio, yo dormí como un hijo de puta. ¿A dónde fuiste a buscar comida?
–Estamos cerca del muro con Buenos Aires, a unos dos kilómetros, y ahí hay un lugar en el que arrojan toda la basura del país.
–Un basurero.
–Nos negamos a llamarlo así, es parte de nuestro territorio.
–Entiendo –dije y procuré comer lo mínimo indispensable para mantenerme con vida– Che, contame loco, ¿por qué no pudiste dormir?
–¿Ves la mujer de esa foto? Es la Anaclé, mi esposa.
–¿Anaclé, Qué clase de nombre es ese?
–En verdad es Anacleta, pero a ella le gustaba, bueno, en verdad le gusta que le digan Anaclé, dice que tiene más clase. Te decía, es mi mujer, y ahora no está porque se fue con el resto. El problema es que nadie sabe dónde. El grupo se había quedado a cargo de un flaco que rescatamos cuando invadimos el casino de los monstruitos. Según dijo la mujer de Coyote, Anaclé pegó onda con el flaco ese, Pascual creo que se llamaba, y como se le ocurrió ir a no sé que lado, ella lo siguió, junto al resto de la gente que falta.
–¿No será Pascula?
–Sí, ese, Pascula. ¿Lo conocés? –dijo y por primera vez vi odio en los ojos de Pancho González.
–No mucho, sé que estaba con el resto de los monstruitos cuando llegué, pero no sé mucho más.
–Menos mal, por un momento pensé que tenías algún tipo de relación con ese hijo de mil puta. Pensá que lleva noches y noches chupándole las tetas a mi Anaclé –y en el momento en que terminó de pronunciar el nombre comenzó a llorar. Sólo una vez había visto llorar a un hombre de ese modo, tan entregado al dolor, completamente fuera de sí. Ese hombre había sido Pascula, una noche en la que, borracho, se puso a rememorar su infancia. Intenté calmar a Pancho, pero fue peor: al acercarme, me abrazó con fuerza y lloró más fuerte, sin consuelo, dejando saliva y mocos sobre mi uniforme de batalla. La salamandra se apagó y yo no sabía muy bien qué hacer. Le dije a Pancho, pero al pronunciar mi primer palabra, él lloró con más fuerza. La vejiga la debería tener como una pelota de básquet, porque mis ganas de mear eras enormes. También el hambre, pero eso no me preocupaba demasiado; había aprendido a vivir con esa sensación. Tuve la suerte de que justo en ese momento entrara la mujer de Coyote, una María Laura más que se hacía llamar Malala. Intenté contarle la situación lo más rápido que pude y le dije que abrazara a Pancho. Ella tomó mi lugar, yo salí de la casa, y al regresar intenté encender el fuego. Con los minutos el llanto se aplacó y la mujer de Coyote recostó a Pancho González en la cama. Cuando se quedó dormido, Malala se acercó a donde yo estaba y me ayudó a preparar el desayuno. Tenerla tan cerca me resultaba incómodo, aunque también me gustaba. Las palabras apenas me salían. Cada gesto, cada sonrisa la volvían más atractiva, y mientras ella acrecentaba su hermosura, yo hacía lo propio con mi pelotudez. Al fin, luego de varios segundos en los que los dos permanecimos en silencio, ella dijo:
–Intenté convencerlo, pero no hay caso, Coyote cree que vos sos Virgilio.
–¿Y vos cómo sabés que yo no soy él?
–Fácil, una mujer jamás se olvida del hombre con el que cogió durante tres años seguidos.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Boludeo de madrugada.

Se me ocurrió buscar en el google la palabra felicidad. Llegué a una página que tenía frases célebres sobre esa sensación. La calidad de la página era dudosa, es más, abajo de esas frases de un tema tan complejo como la felicidad, aparecía una publicidad de "Casting", la tintura para el pelo de Loreal. Aunque después de pensarlo, ¿las mujeres no se tiñen cuando se sienten desequilibradas e infelices? (excluyendo el tema de las canas, claro). Un premio consuelo para cambiar lo que no se puede es cambiar el color de pelo. En fin, ante la posibilidad de ser tildada como una completa pelotuda, me decido a postear estas frases, y tal vez llegar a una conclusión de qué es lo que me falta.

La felicidad humana generalmente no se logra con grandes golpes de suerte, que pueden ocurrir pocas veces, sino con pequeñas cosas que ocurren todos los días.

Benjamin Franklin (1706-1790) Estadista y científico estadounidense

Como se nota que Franklin era estadista. Y si, son rescatables los momentos de felicidad en la tristeza, aunque llores y sonrías a la vez como un bipolar. Es una cosa que nunca me imaginé medir. Bien, Benjie.


La dicha de la vida consiste en tener siempre algo que hacer, alguien a quien amar y alguna cosa que esperar.

Thomas Chalmers (1780-1847) Ministro presbiteriano, teólogo, escritor y reform

Algo que hacer? Tengo, pero estoy boludeando. Alguien a quien amar: amigos, familia. Alguna cosa que esperar: bueno, espero demasiado, algo que sea mío y que todavía me falta alcanzar.


Felicidad no es hacer lo que uno quiere sino querer lo que uno hace.

Jean Paul Sartre (1905-1980) Filósofo y escritor francés.

Escribo y amo hacerlo. Vamos todavía.

Algún día en cualquier parte, en cualquier lugar indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas.

Pablo Neruda (1904-1973) Poeta chileno.

Coincido plenamente, Pablito, he estado en ambos lados.

La felicidad es interior, no exterior; por lo tanto, no depende de lo que tenemos, sino de lo que somos.

Henry Van Dyke (1852-1933) Escritor estadounidense.

Tamos en camino, pero remando y remando me van a salir unos músculos como los de la mina de la propaganda de Magistral.

El verdadero secreto de la felicidad consiste en exigir mucho de sí mismo y muy poco de los otros.

Albert Guinon (1863-1923) Dramaturgo francés.

Me falta exigir muy poco de los otros, cosa que no puedo evitar.

Un hombre puede ser feliz con cualquier mujer mientras que no la ame.

Oscar Wilde (1854-1900) Dramaturgo y novelista irlandés.

¿Entonces por qué los hombres no fueron felices conmigo? Coño!!


Mi felicidad consiste en que sé apreciar lo que tengo y no deseo con exceso lo que no tengo.

Leon Tolstoi (1828-1910) Escritor ruso.

En otra noche de boludeo, me hice un test en facebook: ¿Qué pecado capital sos? Salió "la codicia".


La felicidad es la certeza de no sentirse perdido.

Jorge Bucay (1949-?) Escritor y psicoterapeuta argentino.

Bucay no merece contestación alguna.


La suprema felicidad de la vida es saber que eres amado por ti mismo o, más exactamente, a pesar de ti mismo.

Victor Hugo (1802-1885) Novelista francés.

Diste en la tecla, Victor Hugo.

Bueno, acá les dejé material para hacer un hermoso pps para mandar por cadenas de mail a todos sus enemigos o a la tía pesada que aparece por casa en las navidades.
Besos, me voy a la camita.